Era una tarde fría de invierno cuando ella me comunicó
que se marchaba. Al oírlo no me lo creí,
y no porque pensara que me estaba tomando el pelo sino porque lo que me decía
era tan cierto que no quería creer que la estaba perdiendo. Pensé que se iría a
alguna ciudad cercana, o a algún país próximo, pero no, se alejaba seis mil
setecientos sesenta y siete kilómetros de mí. Costaba entender que dentro de dos
meses tendría a lo que había sido hasta ahora mi mejor amiga tan lejos de mí, que
íbamos a estar separadas por un océano. Sabía que desde aquel día todo iba a
cambiar, que a partir de aquel día ya no disfrutaríamos tanto de los momentos
que íbamos a pasar juntas, porque ahora sabíamos que estos se iban a acabar
pronto. Intentábamos estar todos los segundos, minutos y horas del día juntas,
pero siempre acabábamos pensando en qué sería de nosotras cuando se fuera. Los
meses transcurrieron y llegó ese día de Febrero en que ella se marchó. La
acompañé al aeropuerto y estuve más de cuatro horas sentada a su lado,
abrazándola y diciéndole que todo iría bien, que algún día volveríamos a
vernos. Quedaba poco para que su avión despegara y era la hora de irse, justo
antes de marcharse me dijo que se alegraba de haber podido compartir conmigo
los momentos más especiales que había vivido hasta ahora, y la abracé. Se iba
alejando y ya no podía contener más mis lágrimas, así que se fueron derramando
despacio e iban bajando lenta y dolorosamente por mi mejilla.
A partir de ahí todo cambió, la echaba de menos y echaba de menos su
sonrisa. Y aunque todo era diferente ahora, sabía que ella estaba aquí todavía
de alguna manera. Deseaba cada instante poder abrazarla, aunque fuera tan solo
por un minuto. Yo sabía que algún día todo iba a ser como antes, y lo que había
separado la distancia no lo iba a separar nadie. Me reconfortaba pensar que
dentro de algún tiempo yo estaría en un avión olvidando qué es la distancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario